Llevé a Oli al veterinario. Setenta euros por extender una receta con el nombre de un antibiótico y decirme “dale arroz con pollo”. Pero el señor fue muy amable. Subió a Oli en la mesa para valorarla y le hizo un montón de caricias para tranquilizarla y le dio besos. También me explicó detalladamente con una paciencia infinita los más de seiscientos motivos que pueden producir diarreas en los perros. Conocer a personas así le alegra a uno el día. Me alegra ver a alguien que disfruta haciendo su trabajo y lo hace bien. Sea veterinario, camarero o escritor. Yo desafortunadamente no soy así. Casi todo lo hago sin ningún gozo. El veterinario se quedó encantado con Oli. Me dijo que era muy buena, y es verdad. Dijo, que al igual que existen personas con las que no sabes por qué te sientes bien, Oli tenía algo “especial” que no sabía definir. Desde luego un ser vivo educado por mi muy normal no podía ser. Ahora que está enferma la miro y me enternece cómo soporta su malestar sin quejarse, acurrucada en su manta. Apenas come y está débil pero me sigue a todas partes por la casa.
Volvimos en el coche hacia casa, Oli tumbada en el asiento de atrás. No me apetecía mucho llegar, así que se me ocurrió deambular un poco por las calles. Creo que solo mientras conduzco me siento más o menos feliz. Guadalajara y su fealdad de edificios de nueva construcción, ciudad dormitorio de persianas bajadas detrás de las que se pronostican vidas miserables. Veinticuatro de diciembre, un pálido sol de invierno en las retinas, enormes colas en las panaderías, algún madrugador va silbando una canción con su pedazo de actualidad bajo el brazo, y la agitación de los niños que juegan en los parques de los barrios de las afueras con el presentimiento de la Navidad en la sangre.
Qué bueno Diana, dónde estás? Me gustaría saber de ti...
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