Ya estamos en la casa nueva. Sorprendentemente conseguí trasladar y colocar todas mis cosas en un día. Me fui a la cama a las 21:30 y me dormí por fin sobre las 00:30. He tenido pesadillas angustiosas. En una de ellas había alquilado una casa de madera en medio de un parque. Una señora me decía que era peligroso vivir ahí y, al mirar hacia la casa, solamente veía una cama en medio de la nada donde saltaban unos perros. También aparecían mendigos merodeando y yo pensaba que había sido una gran equivocación alquilar esa casa y que nunca hacía nada bien.
Son las 07:00 de la mañana. No he podido dormir más. Anoche estuve leyendo a Vila-Matas. No consigo conectar con él, con ese sentido del humor de profesor enrollado, sus chistes de cafetín, la autocrítica blanda, la humildad vanidosa. Reconozco que elige maravillosamente las citas, y que sabe intercalar su ficción con otras ficciones relacionando argumentos, pero ya está. No hay nada más. Hay una parte en El mal de Montano en la que escribe sobre Pavese. Yo anoto al margen: qué gilipollas eres, Vila-Matas. Es el poso que queda al cerrar el libro. Cuánto has leído, pero qué gilipollas eres. Es el vecino que te encuentras con tres barras de pan en el ascensor, un funcionario de la literatura, bebiendo café y comiendo tostadas mientras lee El País semanal en un bar barcelonés. Quizá todo esté ya escrito y solo queden parásitos del genio, de la literatura escrita con vocación verdadera.
Con la sospecha de que todo está muerto definitivamente me fui a dormir.
Todavía es de noche, tan pronto que no existe nadie todavía. Salir a la calle sería lo mismo que quedarse en casa. Debería estudiar, emplear mi tiempo en algo, y no esperar así a que la gente salga del trabajo y vuelva a la vida, o se despierte, vuelva a la vida y me busque. Todas las luces y los teléfonos están apagados y se oye una sirena a lo lejos. Eso es todo.
El mal de vivir. Ser siempre un observador. Sin cinismo, sin sarcasmo. El observador que ve llover a través del cristal. Las vidas desarrollándose fuera, los adolescentes beben en las plazas y los jóvenes salen del bar de una cita. Mi presencia no deja huella, como la de un fantasma. Y aún así lo peor de la vida me afecta igual que a todos, y tengo que pagar los recibos de la luz y deambular por los fríos pasillos del supermercado. Pero al salir, no hay refugio para mi en las plazas y a cualquier cita acudo solo con mi cuerpo, con la ausencia del muerto. Envidiar en el silencio de la casa esos cuerpos tan llenos, todas esas voces de vida que se disparan como rayos en el eco de las calles largas. Lo que queda de mi voz no llega ni traspasa, es apenas una letanía de domingo que se recita de memoria. Hace tiempo quise gritar algo y las palabras se me borraban al decirlas. Gritar ¿Para qué? Mejor descansar en la sombra, en el apacible silencio de los muertos.
Amanece.
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