viernes, 14 de enero de 2011


Estoy cansada de justificarme o de pedir perdón a gente que me da exactamente igual y la que no le importo lo más mínimo. Y de ir por el mundo con esta actitud de penitente sin motivo. Ójala fuese capaz de ver a las personas como verdugos y no como víctimas de sí mismas, porque se vive mejor cabreado. Pero se me ha desinflado la rabia. Era mucho más cómodo vivir con esa rabia adolescente. Además el cabreo adorna. Odio todo lo que escribo ahora. En este momento de mi vida todo lo que se me ocurre es estar callada. Y aunque sé que no tengo ningún talento para escribir ni para vivir no puedo dejar de hacer ambas cosas, aunque sea a medias. Lo peor de todo es comprender. Comprender le lleva a uno a empatizar, y empatizar a consentir, y consentir es el fin. Uno deja de actuar por desidia, por no luchar contra lo que no puede cambiarse. No me interesa tener la última palabra. Tampoco me interesa ser alguien, dejar que hable mi ego. Toda conversación es una competición de egos. Y tengo la misma sensación que cuando paseo por el parque y miro esos chicos detrás de las cristaleras del gimnasio levantando pesas y haciendo abdominales. Todas esas caras tan preocupadas de sí mismas.

Me cae muy bien Antoine. No da importancia a lo que piensa ni a lo que dice, y me creo lo que escribe porque es honesto. No me hace falta que escriba bien. Me sobra el artificio de la palabra precisa, el adjetivo elegido minuciosamente, la novela-diccionario. Entonces: la gente que cree que ha encontrado su sitio es gilipollas. Es tremendamente imbécil decir que uno ha encontrado su sitio, y es imbécil también buscarlo. Es de imbéciles estar a gusto. Pero todo el mundo cree estas patrañas y vive mejor. Yo no puedo creérmelo y por lo tanto estoy condenada a vagar de un lado para otro viendo solo la radiografía de las cosas.

Y todo esto me lleva a pensar a la gente que va de país en país buscando su puto sitio. O buscando experiencias. Hay que estar muy vacío para buscar experiencias fuera de tu barrio. Y cada día admiro más al que, como en el libro de Bernhard, pasa toda su vida mirando el mismo cuadro.

lunes, 3 de enero de 2011

Recojo a Alberto a las 09:30 en su casa. La secretaria se ha equivocado, en realidad tenía que pasar por allí a las 10:30. No me enfado porque estoy acostumbrada a la descoordinación en mi trabajo, así que espero en un bar tomando pacientemente un café y leyendo el periódico. Nunca compro el periódico. Recuerdo que para Iñigo el acto de comprar el periódico era algo sintomático. Aludía a cierta mejoría en su estado de ánimo. Le hacía partícipe de la actualidad del mundo que tanto rechazaba. Mi caso es parecido. Recuerdo una época en la que coleccionaba artículos que me interesaban y los archivaba en carpetas. Pero hoy en día leo el periódico y casi nada me interesa. Y me enfada. En El País en concreto todas esas noticias absurdas, ese socialismo de bata y zapatillas y las columnas de/para marujas ‘progres’ y menopáusicas. Y al leerlo me siento partícipe de la mentira del mundo. Una revisión superficial de los estratos inferiores (elecciones, Zapatero…) contra los que el pueblo lanza tomates para descargar la frustración de su vida miserable, mientras el HSBC, por ejemplo, toma todas las decisiones importantes. No hay política y los periódicos deberían hablar de ese vacío. Pero yo no sé nada, y por lo tanto procuro no hablar nunca de política y escuchar cuando puedo aprender algo.

El caso es que paso la mayor parte de la mañana en el CAD, rodeada de toxicómanos en busca de metadona. Hay de todo tipo, desde el clásico yonki con zapatillas deportivas sucias y desgastadas de recorrer poblados que confiesan a través de su aspecto la trayectoria de sus vidas, hasta el que espera sus medicamentos con la adicción secretamente escondida en su gabardina. La mayoría son del primer tipo. Parecen cadáveres pudriéndose en movimiento. Vagan por la sala con su delgadez traslúcida de piel amarillenta y ojos hundidos. Desde los dieciocho años me siento destinada a vivir de cerca este tipo de existencias. Condenada a estar en contacto permanente y directo con el sufrimiento de arrastrar la vida como se pueda. Cuando visito los psiquiátricos o escucho la épica de la enfermedad de un paciente, siento que de algún modo tengo que estar ahí. Escuchar la enfermedad elimina en parte la mía. Cuando trabajo ando como más ligera, sin el paciente que soy o podría ser. Y por eso esta mañana estoy mejor y parece que se han dormido los demonios. Además hace sol.

Cuando llego a casa espero encontrar una contestación a mi mensaje. Nada. Interpreto su silencio como una respuesta definitiva. Y lo único que me queda es celebrarle en la lágrima, en la fiesta triste del recuerdo.

domingo, 2 de enero de 2011

Ímpetu

Mas no todo ha de ser ruina y vacío.
No todo desescombro ni deshielo.
Encima de este hombro llevo el cielo,
y encima de este otro, un ancho río

de entusiasmo. Y, en medio, el cuerpo mío,
árbol de luz gritando desde el suelo.
Y, entre raíz mortal, fronda de anhelo,
mi corazón en pie, rayo sombrío.

Sólo el ansia me vence. Pero avanzo
sin dudar, sobre abismos infinitos,
con la mano tendida: si no alcanzo

con la mano, ¡ya alcanzaré con gritos!
y sigo, siempre, en pie, y así, me lanzo
al mar, desde una fronda de apetitos.

Blas de Otero.
Las huellas del perro en el tiempo del parque. Contemplo Madrid desde el puente, con su triste sol artificial de belén navideño. El hijo de los dueños del bar, de unos diez años, espera en la puerta mientras bebe un batido enfundado en su abrigo viejo. Los ratos muertos de mi infancia. Una ciega mendiga en el suelo y vuelve los ojos ahumados al cielo. Por un momento parece mirarme, y es la misma muerte mirándome a los ojos. Pero también hay madres que pasean con sus hijos en la seguridad de la familia, hombres tranquilos por los que pasa el tiempo suavemente las mañanas de diario, café y puro. Bajo sus boinas respiran apacibles sin que la angustia los visite. Un anciano detiene su paso reumático frente el escaparate de una farmacia como una despedida del mundo. Reproduzco sin querer el itinerario que hicimos juntos. Entro a comprar tabaco en el mismo bar que aquel día pero hoy no hay nadie que me espere a la salida.