jueves, 30 de diciembre de 2010

Nada más abrir los ojos reconozco la sensación de no querer estar ni en este lugar ni en este cuerpo. Llegan de inmediato las consecuencias de mi decisión de estar permanentemente borracha mientras esté en este lugar. Alargo un poco el ritual de estiramientos y bostezos. Degusto con tristeza el sabor amargo de su colonia. La resurrección de las mañanas es una verdad a medias. Uno nunca resucita del todo, ahí están las huellas de lo vivido ayer para empujarnos a nacer con lastre al día siguiente. Y ruedan las imágenes a fogonazos. En el bar mientras nos bombardean videos horteras de los ochenta, me cuentas lo perdido que estás, se te asoma a los ojos la ilusión construida sobre la inocencia cuando hablas de tu grupo, me miras con los ojos del niño. Otra noche en otro bar. A veces algo se cuela algo entre nosotros y yo me quedo seria de pronto como si alguien hubiese muerto o me hubieran cortado la garganta. Y otra vez los ojos como lámparas, dos pozos negros en los que cabría un mundo entero. Tu sentido del humor digerible como tardes de verano y cerveza, y mi risa que se desmarca del cortejo fúnebre para sonar premeditada y falsa. Me levanto de la cama dando tumbos y lo primero que hago es encenderme un cigarro. Pongo una canción de Low. Ayer cuando llegamos a mi coche sonaba Low, y mientras me quitabas la ropa recé porque fueras él, apretaba los puños y pensaba podrías ser él, joder, ojalá fueses él, odiándote por ser tú. Y creo que arranqué el coche y me fui de allí mucho antes de que tú dijeses aquello de vamos a volver a vernos.

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