lunes, 7 de marzo de 2011

He estado en la plaza del mercado unas dos horas, sentada en un banco al sol, mientras el perro roía un trozo de madera untado de mierda de a saber quién o qué. Me he puesto a leer un poco y luego un viejo se ha sentado a mi lado y ha dicho “el sol de frente no” y se ha ido a otro banco con paso lento y enfermo. Y entonces he empezado a pensar, y lo mejor que se me ha ocurrido es que hay algo de verdad vergonzoso, ridículo, en no suicidarse, en obstinarse por seguir con vida cuando uno ha tomado conciencia de lo absurdo que es todo. Porque hay gente que ni siquiera se plantea que podría decidir no estar aquí, están aquí y van al trabajo y casi nunca piensan en la muerte, o piensan en la muerte cuando alguien se muere o les diagnostican un cáncer, entonces todo es una mierda y la vida no merece la pena, pero he encontrado en este mundo ya, antes pensaba que no existían y me sentía muy sola, algunas personas que son conscientes de la inutilidad de su ir y venir, y de su pelea cada mañana cuando suena la alarma. En esa gente la vida queda ridícula, como un traje demasiado grande o demasiado pequeño, y algo de verdad bochornoso en cada una de sus actividades. Se habla de lo admirable que es reponerse, luchar, nadar a contracorriente de lo inútil, cuando todo es una marea de gilipollez y todo implica resolver problemas y uno saca fuerzas y de repente, no sé, escribe una novela, acaba la carrera, monta un bar. Lo entiendo y lo comparto casi siempre, y esta no es manera de vivir, claro, pero no dejo de ver la otra parte.

Ayer cenamos en un restaurante muy triste con flores de plástico en las mesas y esas luces bajo las que se hacen las autopsias, y un camarero del mundo de los muertos paseaba con copas de helado en las manos que también parecían de mentira. Entonces me contó que se había enfadado con un compañero de trabajo porque se había quedado dormido en un sofá durante tres horas mientras los demás trabajaban e intentaban sacar adelante el proyecto, y dijo, no le desperté para que se diera cuenta de lo que había hecho, que se avergonzase o se preocupase, y sin embargo, cuando volví seguía dormido. Luego dijo, es un tío muy capaz, pero solo sabe dormir. Todas esas flores de plástico y sus manos sobre el mantel blanco moviéndose, toqueteando el pan, aquel plato combinado que podría haber alimentado a tres personas, los huevos fritos tan tristes como los de las cocinitas que te regalan cuando eres pequeña que vienen siempre dentro de una sartén pequeñita, sin saber hacia donde mirar ni qué decir, porque cuando hablo parezco gilipollas, porque hablo sin estar totalmente segura de no serlo, de ser totalmente imbécil y de haber nacido con cuatro palabras mal dichas, una incapacidad crónica para ser contundente, oigo las voces en las otras mesas, qué sentido de realidad tienen las palabras en las demás voces, aunque no signifiquen mucho. Mis titubeos y las frases que nunca termino, balbuceos de retrasado mental y pienso, joder, tú no eres así por dentro, por qué tienes que parecer tan subnormal. Y luego él se queda en silencio, y nunca me siento bien con nadie cuando estamos en silencio, me siento muy incómoda y nerviosa, de verdad, alguien me dijo una vez que eso era porque me sentía incómoda conmigo misma, y yo pensé que aquello era una obviedad, joder, pues claro que no estoy cómoda conmigo, ni con nadie, por eso necesito las palabras, que aunque no borran el rastro de la miseria, lo maquillan un poco, lo hacen más ameno, en silencio uno está como desnudo. El caso es que me cuenta eso y se pone triste, en realidad estaba triste mucho antes y por eso me cuenta aquello, y sigue triste toda la noche, y yo le pregunto, ¿qué te pasa? y después de muchos nadas y muchos no sés, dice, ya cuando estamos en casa, ¿no sabes que a veces uno se pone triste sin saber el motivo? y yo le miro, o no le miro porque estamos casi a oscuras, pero mi cabeza se gira hacia su cabeza, y le digo que yo estoy muy acostumbrada a la tristeza y la llevo como algo cotidiano, llevo mi desesperación con mucha tranquilidad, y cuando estoy con alguien, siempre o casi siempre desesperada, me lo guardo para mi para intentar no mancharlo todo con mi tristeza y mi desesperación, eso quería decir, el infierno dentro de mi y no conmigo, aunque esta última parte no la verbalicé, quizá para que no sintiese que reprobaba su conducta, solo le dije la primera estupidez, que llevo mi tristeza con cotidianidad. Y él no sé si entendió o no pero ahí acabó la cosa. Después nos dormimos y tuve pesadillas toda la noche.

jueves, 3 de marzo de 2011


Voy al trabajo en el tren de cercanías. Para llegar a Alcorcón tengo que atravesar los lugares más feos que he visto en la vida. Pongo a Chopin en el Ipod. Recuerdo lo que dijo Baudelaire “"...esta música que se parece a un pájaro luminoso que revolotea sobre los horrores del abismo". Miro los edificios que se levantan con la tristeza de generaciones, con bicicletas sin ruedas y triciclos rotos en las terrazas. Me pongo a llorar como una imbécil hasta que pienso en lo ridículo de la situación, como si alguien pudiese verme desde fuera.

Más tarde estoy tomando café con tres toxicómanos en un bar perdido en el extrarradio. Los chicos hacen bromas entre ellos. Están nerviosos por mi presencia e intentan parecerme graciosos. En el centro les dan muy poco dinero, sin embargo insisten en invitarme al café. En realidad solo tengo que acompañar a Rafa a visitar a unos amigos, los otros dos chicos irán solos a hacer papeleo, normalmente juicios pendientes, ayudas de la Comunidad de Madrid o trámites para recuperar la custodia de sus hijos.

Rafa tiene veintiséis años y lleva desde los diez consumiendo drogas. Tuvo un accidente que le dejó en coma unos meses y una cicatriz enorme que le atraviesa la cabeza y parte de la espalda. Estuvo en la cárcel por intentar envenenar a sus educadores con arsénico. Sus padres eran toxicómanos y murieron cuando tenía nueve años. Después vivió con sus abuelos. Siempre que tiene que salir del centro pide que sea yo quien le acompañe, le habré visto cinco o seis veces. Siempre va en silencio observándolo todo con dos ojillos inteligentes y tristes. Hoy vamos hacia un puesto de flores que llevan unos amigos suyos. Muchas veces Rafa les ayuda con los pedidos sin cobrar nada porque dice que ellos se portaron muy bien con él cuando se fue de casa. Le saludan no muy efusivos y siguen haciendo su trabajo, y yo pienso que es muy triste que le dejen salir del centro y no tenga un sitio donde ir. Voy a hablar por teléfono y cuando vuelvo Rafa me regala un clavel rojo que me pongo en el bolsillo del abrigo.

Después comemos en casa de la abuela. Ya me conoce así que me pregunta qué tal estoy, cómo me va todo. La abuela no para de quejarse de que le duele aquí y allá mientras hace la comida. Yo la veo muy bien para su edad. No para de decirme que Rafa les ha hecho sufrir mucho, que ha sido siempre muy malo. El abuelo sale de la habitación. Está sordo y enfermo y prácticamente no habla. Se lo cargó la abuela, pienso, esta vieja va a vivir doscientos años y nos sobrevivirá a todos. Comemos con la tele puesta. Sale Rafa Nadal. La abuela dice: qué suerte tuvieron los padres con este chico. No decimos nada.

Hablaba una vez con un amigo e intentaba explicarle que en casi todos estos chicos encuentro una sensibilidad que me conmueve profundamente.
Él, que también ha tenido contacto con muchos de ellos, me decía que eran tramposos y sabían engañar muy bien. Me cabreó la respuesta. Son tramposos, si, pero también víctimas de su propia trampa. El resto de la gente es igualmente tramposa y además se beneficia de la trampa. Y en cuanto a la mentira, no he visto jamás gente tan sincera cuando habla de si misma. Llevan su miseria a la vista y no tienen reparos en mostrarla. Llevan el desarraigo y la tristeza en los ojos y en la palabra, y ninguno puede ni quiere pertenecer a este mundo de apariencia. Están solos y desamparados en una pelea constante con la vida.