domingo, 12 de diciembre de 2010


Fiesta de cumpleaños de una chica a la que no había visto en mi vida. Bar con cristales empañados donde vocean y luchan por la supervivencia en esos cuarenta grados personas que tampoco había visto y que pertenecen casi todas al mundillo literario madrileño. Se conocen, se hablan, se abrazan, sonríen mucho. Alguien proyecta unas fotos de su vida en común y yo mientras busco la respuesta que voy a darte en un mensaje de texto. No se me ocurre nada ingenioso y además me interrumpen. Me apetece estar sola. Últimamente quiero estar siempre sola, en mis libros o en mis ideas, o reconstruyendo secuencias de nuestros breves encuentros. El tiempo y la soledad para estar contigo y con mis imágenes, cada vez más gastadas por el uso como una foto que hemos ido manchando con el café de la mañana y las lágrimas de la noche. En este desierto me acompañan A. y su novia, a la que acabo de conocer. Los tres decimos cosas y tocamos muchos temas supongo que para parecernos muy inteligentes los unos a los otros. Ella me cae bien. Al principio no mucho por su aspecto físico, he de decir; tiene cara de chica de extrarradio, boca grande con mandíbula inferior ligeramente saliente, ojos pequeños en los que no se intuye mucha perspicacia. Llega Berta. No se llama Berta pero para mi se llama Berta y se seguirá llamando así toda la noche. Berta repite las mismas frases dos o tres veces. No entiendo por qué lo hace. Es insoportable. Le gusta Guadalajara y no para de decir, estuve muy contenta en Guadalajara, conocí a mucha gente, hice grandes amigos. Te oí la primera vez, también la segunda, pero me pregunto: ¿crees que me importa? No percibe mi voluntad de ignorarla, relegarla a una silla vacía, tacharla, exterminarla. Un chico atractivo se sienta en nuestra mesa. Me habla. Dice una frase ingeniosa. Pregunto quién es. Es el novio de la chica del cumpleaños. La chica del cumpleaños tiene el paladar estrecho y los labios pintados de rojo. El paladar estrecho es un fenómeno físico que comprime los dientes y los amontona como puede en la boca. No es muy perceptible en su caso. Sólo se aprecia un pequeño desorden.

Nos vamos hacia otro bar. A, su novia y yo. Iba irme a casa pero han insistido y he decidido quedarme un rato más. Tardamos en encontrar el bar. Hace frío y yo llevo el abrigo a modo de capa sin haber vaticinado esa peregrinación infinita por las calles de Madrid. Es aquí. No, aquí no es, es más allá, y dudo en si ponerme el abrigo de una vez y evidenciar los hechos. El bar: tres gin tonics en copa grande. La novia va al baño. A. me dice, mi novia dice que eres muy pesimista y fantasea con salvarte de ti misma. Me hace gracia. A él también. Más tarde, los tres hablamos de sexo. Es pueril, pienso, pero también pienso, no quiero volver al tema literatura, ni a ningún otro asunto en el que haya que argumentar. Estoy borracha. Me invitan a las copas, cosa que agradezco porque soy pobre. La novia me dice que le caigo bien, que le gusta haberme conocido, contra los pronósticos de A, que aseguraba que nos odiaríamos. Dicen, eres guapísima. Luego se habla otra vez de tetas, culos, pollas, y tríos hasta que al final terminan proponiéndome hacer uno. Me río. Digo que no, claramente. No niego el momento en el que valoré la propuesta y pensé, me gustaría hacer un trío cuanto antes. Escruté las caras, los cuerpos y pensé, pero no con ellos. Terminé mi copa y me fui riéndome de la situación. Son dos personas raras individualmente y más raras aún como pareja. Me caen bien. Ella me dijo, las relaciones que mejor funcionan son aquellas en las que no se habla. Nada de eres el amor de mi vida, nada de te amo y te amaré siempre. Así llevan año y medio. En realidad tienen razón, pero me temo que estoy demasiado corrompida por las comedias románticas que salían del televisor del salón en ese ambiente de familia desestructurada, y posteriormente, por la poesía de la generación del 27 que marcó mi adolescencia.

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