jueves, 9 de diciembre de 2010

Vi una casa que sería idónea para escribir, en caso de que escribiera, en caso de que tuviera algo que decir. Techos altos y ventanas con dibujos en los cristales que dan a un patio de luces seguramente desolador. Pequeña, con muebles antiguos, dispares y descolocados. La típica casa que podría dar cobijo a unos cuantos espíritus. Lo importante es que hay espacio suficiente para colocar todos mis libros que de momento ocupan lugares inverosímiles en mi casa actual. A la casera no le supone un problema mi perro, y es dueña de la farmacia de abajo, algo que considero fundamental, a pesar de que la hipocondría me dejó hace tiempo, pero uno nunca sabe cuándo necesitará unas tiritas, un analgésico o un test de embarazo. El precio es algo excesivo. Mañana decidiré.

Son las tres y media de la madrugada. No tengo sueño. Imprudentemente tomé otro café hace un rato. Creo haber leído todo lo que he encontrado en Internet de Alejandra Pizarnik. Envidio su capacidad de hacer nacer “el milagro” en la lucidez de algunas de sus frases, y de esta manera ponerle palabras a la angustia, a ese modo inexplicable de sentir febrilmente la vida y la muerte, a toda esa confusión de personalidades. Yo no puedo hacerlo, o no lo intenté por miedo a descubrir que verdaderamente no puedo.

Busco los motivos del abandono de mi escritura. Soy demasiado cerebral para la poesía y demasiado sensible para la prosa. No encuentro mi lugar en la literatura como no lo encuentro en la vida. Soy demasiado joven para escribir y demasiado vieja para vivir. Si fuese joven dedicaría mi vida a ser poema y no poeta como dijo Jaime Gil de Biedma, pero se me pasó también esa época.

Ahora chapurreo estas palabras como un niño balbuceante. Palabras con baba de primerizo inexperto o de viejo oxidado. Si supieras el efecto que has causado en mí. Vuelvo a escribir, de cualquier manera, pero vuelvo a escribir. Y eso es porque se me abierto el corazón a las palabras y el arte, que, confieso, empezaba a parecerme una soberana estupidez, ahora me explica cosas que me sirven, quizá para contarte, quizá para pensarte, o escribirte, o leerte desde otro lugar. Quizá para sublimar lo poco de bueno que hay en mi y que tú lo veas. Y temo que desaparezcas y te lleves contigo esto que ha nacido en mí. No lo hagas. Por favor. Quédate. Sigamos leyéndonos. Aunque sea en la distancia y sin tenernos nunca (-porque nunca nos tendremos-) déjate imaginar.

Tantas veces te invoco a lo largo del día que temo que un día lleguen hasta ti mis palabras delirantes y te alejes de mi y de mi demencia, de mi miedo, de esta soledad que se confunde conmigo de tan antigua y tan cercana, soledad madre, hermana gemela, el único pariente de mi irreversible orfandad.

El niño que murió dejó el hueco negro en su lado de la cama como una mancha de aceite, una silueta de cera, y desde entonces nadie ha venido a ocuparlo (¡nadie puede!) sino esta soledad huera y torpe en la que paso las horas. Siento necesidad de hablarte, a ti, a tu breve paso por el mundo. A las noches en las que me despertaba buscándote cuando vivías, a las noches en las que me despertaré buscándote mientras viva. Hablarle a la herida que no cierra, preguntarle por ti a ese Dios que no existe, seguir leyendo cuentos para ti, escribirlos para ti, vivirlos para ti. La herida que sigue alimentándose del dolor atroz de tu recuerdo, que sigue comiéndome y devorándome. Que se abre siniestra y generosa para acoger nuevos dolores y se llena de gusanos de angustia en las tardes vacías. La herida, ojo del huracán, que se contrae falaz como un insecto cuando alguien se sienta a mirarme mientras duermo o me cubre con la sábana.

Me veo rezando como entonces, por el niño que te adivino en los ojos, para que no se vaya nunca, o al menos, no todavía.

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