jueves, 30 de diciembre de 2010


Desesperación al volver del parque. Estuvo gracioso. Oli intentaba morder los patos a través de la verja, los patos intentaban picar a Oli en el morro. Oli ladraba, los patos hacían el ruido que hacen los patos. Estuve atenta. Percibí más conversación y entendimiento que en cualquiera de los bares en los que he estado últimamente. Así estuvimos largo rato. Luego, cuando el parque dejó de ser refugio, volví a casa. Y tampoco era refugio porque estaba mi madre en el sofá tragándose toda la mierda que salía del televisor con una sonrisa boba colgándole de la boca. Entonces me puse a leer unos poemas y escuché música, y abrí todas las redes sociales del mundo. Y recé para que me escribiera alguien, aunque fuese el ser más gilipollas de la tierra, pero nada. Desierto. Siguieron saliendo patrañas de la tele, así que convine que lo mejor sería echar a mi madre de casa. Y lo conseguí envolviéndome en una nube de humo como un ilusionista. Me fumé cuatro cigarros seguidos y mi madre, que detesta el tabaco, dijo: en mi casa no se fuma, vete. Yo le dije: también es mi casa, y en mi casa no se ve la televisión. Nos preocupamos la una de la otra. Y está claro que la televisión mata más que el tabaco. Al final quedó con mi abuela para dar un paseo. Esta vez gané yo.

Ahora escribo porque todo el mundo tiene algo que hacer. Porque no tengo nada que hacer. Y porque aunque tuviera que hacer algo estoy segura de que no lo haría.

Estoy harta de toda esta gente que apuesta por su vida. Harta y cansada de estar harta y cansada. Y enferma. Todas estas vocecitas sentadas alrededor de una mesa. No piensan en la muerte, ni en la vejez. Todas estas personas tejiendo proyectos arriba y abajo, arriba y abajo. Y E. en Barcelona, con su novia de toda la vida, algo aburrido en su farsa, sobre todo los domingos por la tarde que todo se ve como a la luz de una bombilla de bajo consumo, pero sin intención de cambiar nada porque le costó mucho conseguir esa “paz”. No creo que haya algo más horrible que la paz. Esa paz. Yo mientras me rompo la cabeza contra los cristales de todas las ventanas de la casa.
Nada más abrir los ojos reconozco la sensación de no querer estar ni en este lugar ni en este cuerpo. Llegan de inmediato las consecuencias de mi decisión de estar permanentemente borracha mientras esté en este lugar. Alargo un poco el ritual de estiramientos y bostezos. Degusto con tristeza el sabor amargo de su colonia. La resurrección de las mañanas es una verdad a medias. Uno nunca resucita del todo, ahí están las huellas de lo vivido ayer para empujarnos a nacer con lastre al día siguiente. Y ruedan las imágenes a fogonazos. En el bar mientras nos bombardean videos horteras de los ochenta, me cuentas lo perdido que estás, se te asoma a los ojos la ilusión construida sobre la inocencia cuando hablas de tu grupo, me miras con los ojos del niño. Otra noche en otro bar. A veces algo se cuela algo entre nosotros y yo me quedo seria de pronto como si alguien hubiese muerto o me hubieran cortado la garganta. Y otra vez los ojos como lámparas, dos pozos negros en los que cabría un mundo entero. Tu sentido del humor digerible como tardes de verano y cerveza, y mi risa que se desmarca del cortejo fúnebre para sonar premeditada y falsa. Me levanto de la cama dando tumbos y lo primero que hago es encenderme un cigarro. Pongo una canción de Low. Ayer cuando llegamos a mi coche sonaba Low, y mientras me quitabas la ropa recé porque fueras él, apretaba los puños y pensaba podrías ser él, joder, ojalá fueses él, odiándote por ser tú. Y creo que arranqué el coche y me fui de allí mucho antes de que tú dijeses aquello de vamos a volver a vernos.

miércoles, 29 de diciembre de 2010


El día empieza con unas luchas a muerte con Oli en la cama. Al final se nos va la mano y termina arañándome la cara. No me importa quedar marcada por heridas de estas guerras.

Después mi madre llega de la calle con un montón bolsas y recriminaciones. Quiere que me vaya. Oli y yo representamos un problema. Dejamos un rastro de tazas sucias, pelos, y arañazos en el parqué. De vez en cuando dice: ¿pero tú no te ibas mañana? Y yo le digo que estoy enferma, que así no puedo ir a ningún sitio.

Conocí a un chico en un bar sórdido el día veinticuatro. Tiene un grupo de rap y aros en las orejas. Ayer me mandó un mensaje para tomarnos una cerveza, pero al final se hizo tarde y decidimos abortar misión. Yo estaba preparada para iniciar de nuevo el trámite: qué hiciste, qué haces actualmente, chistes para que se ría, vamos a otro bar, cuéntame un poco eso del grupo, etc. No sin una pereza infinita, claro, pero nada comparable al tedio de estar en casa escuchando a mi madre comentar el patinaje artístico en la tele. Así que si la novedad es un gitano rapero pues no hay más que hablar.

Con mis amigos de aquí siempre es lo mismo. Nos conocemos tanto y hemos evolucionado tan poco que nos sabemos de memoria las conversaciones, y al final uno bebe las cervezas con una sensación de estar atrapado en un bucle sin fin. Ayer Edu vino a buscarme a casa y llevamos a Oli a un parque de césped amarillento y árboles desnudos y mutilados. Después de relatarme con su dosis de humor negro sus pocas perspectivas de futuro en esta ciudad, me dijo que en realidad no le gustaba hablar conmigo porque se volvía más raro aún. Me puso algo triste, porque pensé que para las personas influenciables represento un peligro. En realidad Edu es bastante más raro y asocial que yo, solo que él lucha por integrarse y a mi ya me da un poco igual. Cuanto menos tengo que ver con la gente más me reafirmo. Él sin embargo si no encaja se pone triste. Y luego me lo cuenta con inocencia.

Cuando volví a casa el gitano-rapero me mandó otro mensaje. Creo que si todo sigue como hasta ahora y nadie hace algo para impedirlo, esta noche quedaré con él.

Ayer Anita me “echó las cartas”. Lógicamente yo no creo nada en este asunto del tarot, pero me asusté un poco porque de todas las cartas que podían salir me tocó el esqueleto con la guadaña y las cabezas cortadas. 


domingo, 26 de diciembre de 2010


Mi madre habla sola en la cocina. Repite las mismas frases como un demente. Una de mis pocas capacidades es la de detectar el loco de cada uno. En el caso de mi madre es evidente; el loco ha ido ocupando más y más espacio y ahora es casi únicamente loco. No queda nada de lucidez en esa cabeza. La odio con una rabia asesina. Seguramente escribo esto para no matarla. Pero la mataría. Y estoy en deuda con ella. Intento concentrarme en esa deuda, en todos sus sacrificios para soportar su enloquecimiento, la diarrea verbal del enfermo histérico, pero se me hace difícil. Es un niño idiota con la maldad de una vieja resentida.

Entre mis papeles encontré algunos poemas y cartas de hace tiempo. En concreto me llamó la atención una, escrita cuando tenía trece años, en la que digo este tipo de cosas:

“Mis padres son un castigo que, aunque sea solo en el recuerdo, me acompañará el resto de mi vida” “Mis padres son la parte más horrible de mi existencia. Quisiera desaparecer.” “Todo es infinita máscara pegada al rostro de la humanidad.” “Todo esto tendrá un desenlace seguramente mortal.”

Trece años. Genial. Es fantástico descubrir que fui siempre un ser depresivo. Qué asco.

Esta semana escuché dos veces que debo ser más pragmática. No tengo ningún sentido práctico de la vida. Supongo que diciendo eso se quedan más tranquilos. Regalar el consejo como si fuese palabra de Dios sin haber profundizado en absoluto en mi sufrimiento. Eso es incapacidad, creo yo. Jamás se me ocurriría decirle a I. o a cualquier otro paciente “sé más pragmático”, es tan estúpido.

No es un buen día para escribir nada.

viernes, 24 de diciembre de 2010


Llevé a Oli al veterinario. Setenta euros por extender una receta con el nombre de un antibiótico y decirme “dale arroz con pollo”. Pero el señor fue muy amable. Subió a Oli en la mesa para valorarla y le hizo un montón de caricias para tranquilizarla y le dio besos. También me explicó detalladamente con una paciencia infinita los más de seiscientos motivos que pueden producir diarreas en los perros. Conocer a personas así le alegra a uno el día. Me alegra ver a alguien que disfruta haciendo su trabajo y lo hace bien. Sea veterinario, camarero o escritor. Yo desafortunadamente no soy así. Casi todo lo hago sin ningún gozo. El veterinario se quedó encantado con Oli. Me dijo que era muy buena, y es verdad. Dijo, que al igual que existen personas con las que no sabes por qué te sientes bien, Oli tenía algo “especial” que no sabía definir. Desde luego un ser vivo educado por mi muy normal no podía ser. Ahora que está enferma la miro y me enternece cómo soporta su malestar sin quejarse, acurrucada en su manta. Apenas come y está débil pero me sigue a todas partes por la casa.

Volvimos en el coche hacia casa, Oli tumbada en el asiento de atrás. No me apetecía mucho llegar, así que se me ocurrió deambular un poco por las calles. Creo que solo mientras conduzco me siento más o menos feliz. Guadalajara y su fealdad de edificios de nueva construcción, ciudad dormitorio de persianas bajadas detrás de las que se pronostican vidas miserables. Veinticuatro de diciembre, un pálido sol de invierno en las retinas, enormes colas en las panaderías, algún madrugador va silbando una canción con su pedazo de actualidad bajo el brazo, y la agitación de los niños que juegan en los parques de los barrios de las afueras con el presentimiento de la Navidad en la sangre.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Recorrí todo Madrid en el metro. Tuve un nuevo paciente. Alberto. Es inteligente y tiene sentido del humor. Aunque en definitiva el sentido del humor es el metrónomo de la inteligencia. De noche en el metro intuí en los rostros una placentera sensación de alivio de volver a casa. En casi todas las caras pude leer una familia que esperaba en un hogar caliente. Me sentí desgraciada pensándome en mi casa leyendo otro libro sin ganas verdaderas, en esta precariedad de pequeña estufa y mantas raídas. Si muriera esta noche nada sucedería. Unos pocos amigos tardarían días en enterarse, y cuando les llegase la fatal noticia, ninguno lo consideraría una pérdida insustituible. Todo seguiría igual. Nadie es imprescindible. Estoy tan sola que únicamente interrumpo al silencio para hablar a solas. Sola y sin espejos en los que mirarme. Soledad de habitación opaca, sin muebles, de orfanatos. Soledad de perreras, incubadoras, pensionistas. El abandono del tullido que debe exhibir su muñón por unas cuantas monedas, soledad de prostituta, de vejado, de los estafados por la vida. Siempre. Como si fuera mi destino. Y tendré que hacerme a ella como a un mendigo a sus zapatos viejos. Llevo a las espaldas una congregación de soledades y miserias, y sufro por todas ellas como si fuesen mías, y son mías precisamente porque sufro por ellas. Y camino hacia mi casa con cara de tristeza post coito, de haber perdido al padre, y cuando abro la puerta cierro los ojos y me veo a mí misma echando el puñadito de tierra sobre mi propia tumba, sabiendo que ni los gusanos vendrán a visitar el frío de mi cuerpo.

Oli me recibe contenta como siempre. Mueve la cola, salta sobre mí. Me siento en el sofá y quiere subir conmigo, pero no se lo permito. Según mi madre es una guarrería, y tengo que conservar intacto el sofá para que el casero no se quede mi fianza. Siempre ha dormido conmigo, me está resultando difícil reeducarla. No entiendo por qué ella tiene que dormir en el suelo y yo en una cama. Yo, que no respeté jamás las jerarquías, le digo “NO” cuando intenta subirse para estar a mi lado. Y me pregunto, con qué derecho me creo por encima de ella que no hizo ningún daño al mundo. Existen muchos más motivos para que cualquiera de nosotros duerma por el suelo.
Ya estamos en la casa nueva. Sorprendentemente conseguí trasladar y colocar todas mis cosas en un día. Me fui a la cama a las 21:30 y me dormí por fin sobre las 00:30. He tenido pesadillas angustiosas. En una de ellas había alquilado una casa de madera en medio de un parque. Una señora me decía que era peligroso vivir ahí y, al mirar hacia la casa, solamente veía una cama en medio de la nada donde saltaban unos perros. También aparecían mendigos merodeando y yo pensaba que había sido una gran equivocación alquilar esa casa y que nunca hacía nada bien.

Son las 07:00 de la mañana. No he podido dormir más. Anoche estuve leyendo a Vila-Matas. No consigo conectar con él, con ese sentido del humor de profesor enrollado, sus chistes de cafetín, la autocrítica blanda, la humildad vanidosa. Reconozco que elige maravillosamente las citas, y que sabe intercalar su ficción con otras ficciones relacionando argumentos, pero ya está. No hay nada más. Hay una parte en El mal de Montano en la que escribe sobre Pavese. Yo anoto al margen: qué gilipollas eres, Vila-Matas. Es el poso que queda al cerrar el libro. Cuánto has leído, pero qué gilipollas eres. Es el vecino que te encuentras con tres barras de pan en el ascensor, un funcionario de la literatura, bebiendo café y comiendo tostadas mientras lee El País semanal en un bar barcelonés. Quizá todo esté ya escrito y solo queden parásitos del genio, de la literatura escrita con vocación verdadera.

Con la sospecha de que todo está muerto definitivamente me fui a dormir.

Todavía es de noche, tan pronto que no existe nadie todavía. Salir a la calle sería lo mismo que quedarse en casa. Debería estudiar, emplear mi tiempo en algo, y no esperar así a que la gente salga del trabajo y vuelva a la vida, o se despierte, vuelva a la vida y me busque. Todas las luces y los teléfonos están apagados y se oye una sirena a lo lejos. Eso es todo.

El mal de vivir. Ser siempre un observador. Sin cinismo, sin sarcasmo. El observador que ve llover a través del cristal. Las vidas desarrollándose fuera, los adolescentes beben en las plazas y los jóvenes salen del bar de una cita. Mi presencia no deja huella, como la de un fantasma. Y aún así lo peor de la vida me afecta igual que a todos, y tengo que pagar los recibos de la luz y deambular por los fríos pasillos del supermercado. Pero al salir, no hay refugio para mi en las plazas y a cualquier cita acudo solo con mi cuerpo, con la ausencia del muerto. Envidiar en el silencio de la casa esos cuerpos tan llenos, todas esas voces de vida que se disparan como rayos en el eco de las calles largas. Lo que queda de mi voz no llega ni traspasa, es apenas una letanía de domingo que se recita de memoria. Hace tiempo quise gritar algo y las palabras se me borraban al decirlas. Gritar ¿Para qué? Mejor descansar en la sombra, en el apacible silencio de los muertos.

Amanece.

viernes, 17 de diciembre de 2010


Creo que conservo mi trabajo para poder responder algo cuando me preguntan a qué me dedico. No disfruto mientras trabajo, disfruto en la idea de que ayer trabajé y cumplí y por lo tanto merezco mi tiempo libre. Y en mi tiempo libre a veces solo quiero que pasen las horas y sea mañana. Solo me salva de eso la poesía, la literatura. Y no siempre.

Fui a un recital de poesía, solo porque E. me lo dijo, solo para poder escribirle un mensaje diciéndole que me había parecido, como tantas veces salgo a la calle solo para poder escribirlo. En el metro, como siempre, drogadictos y parados con ojos mendigos empuñando flautas y acordeones para sobrevivir. Qué falsas, Dios mío, qué falsas las sonrisas encantadas de sí mismas del que da una limosna. Qué complacidas, cómo bailan en las caras, qué satisfechas se sienten esas personas en sus cuerpos. Yo voy como ocultando una dentadura mellada, voy como de media comisura, de vergüenza por ser, como pidiendo disculpas por ocupar un asiento. Y así después, en el recital: encontré a A. y a su novia (otra vez) acompañados por Luna Miguel, la supuesta escritora de poesía de veinte años. Lo poco que he leído me parece una basura. Las fotos de sus tatuajes y sus escotes tienen el erotismo de una vaca pastando en un prado. La chica estuvo todo el tiempo en silencio, por lo que no me cayó mal del todo. La gente que no habla mucho siempre tiene un hueco en mi corazón. Pero después ¡ay! me tocó sentarme a su lado en el suelo, y un hedor insoportable me atravesó la nariz, y dudé, no puede ser, y luego constaté: si, es ella. Y era una pestilencia de orines, de montón de ropa sucia abandona de un desván, de gallina de corral enferma. Olía tan mal que no me enteré de nada de lo que se dijo. Eran poesías de Bernhard, y no sé si aturdida por sus efluvios, odié las poesías de Bernhard, y odié haber ido a una presentación sobre un libro de poesía, porque en realidad, odio los recitales, y a la gente que va a los recitales. Y así fue. Un tal Patricio Pron, un pedante del mundillo literario con varios libros infernales a sus espaldas, y un estupendo peinado de maricón reprimido, moderno de Malasaña con uñas largas y gafas de pasta, paseándose por la sala como si el espacio le perteneciera. Hay gente que camina así, como considerando de su propiedad el espacio por el que se mueve, y él estaba así, valorizando el terreno a su paso, consciente de la importancia de su presencia en ese lugar, en el mundo. Y miré a A. mientras alguien destrozaba algo de Bach al violín, y me sentí algo más cerca de él que del resto, pero tampoco: después nos ofrecieron vino y A. se puso a hablar con la maloliente Luna, y yo pensé que los esfuerzos por encajar para el que no encaja desde el principio resultan ridículos. Y suponen una traición a uno mismo a su naturaleza. Uno debe respetar siempre su naturaleza. Y A. quiere pertenecer a esa farándula literaria, a ese escaparate de tatuajes, gafas de pasta, y prosa vacua e insoportable. Y para ello cambió su naturaleza, y se convirtió en un disidente de si mismo y de su naturaleza, y sonríe simpático, mantiene eternas conversaciones con idiotas. Quiere ganar dinero con la literatura, y para ello, si, escribe novelas, pero también asiste a eventos y reuniones sociales, en fin, dejó de respetarse a sí mismo. Y en sus ojos veo la envidia del oponente, veo el cálculo y la cifra, y no veo nada de la honestidad que exhalaba su primera o su segunda novela. Y es infinitamente mejor escribiendo que todos estos sujetos, esta basurilla del mundo de la cultura, esta prosa envasada al vacío, este vender mucha imagen y decir muy poco. La fama es horrible porque depende del juicio del otro, decía Séneca. Tu literatura nace de tu herida, y con esa herida no se comercia, pero todas estas fiestas y reuniones anodinas son la mercromina de la herida y su literatura es igualmente antiséptica y antibiótica y desinfectante, y por lo tanto aburrida, porque no tiene sangre. Uno debe escuchar su herida para escribir algo que no sea una receta del psiquiatra. Y por eso me da pena que A. siendo un lúcido, se vea envuelto en esta farsa de gente que llegó a escribir no se sabe bien cómo, sin atravesar ningún infierno, y por eso andan todos como peces bobos, y A. atendiendo a los chismes de unos y de otros, participando de esa orgía de chismorreos e historias de cama de esa manada de monos con teclado.


Por suerte, María estaba conmigo y pudimos parodiar un poco la situación. Porque no hay que huir, hay que descojonarse. Y entonces alguien dijo que parecíamos dos adolescentes, seguramente un pedorro circunspecto que se toma muy en serio a sí mismo y a su mierda de obra literaria, y tuvimos que dejar de reírnos, claro, porque nuestro sentido del humor lo tenemos que llevar oculto como a un hijo bastardo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Voy a hablar de la esperanza

Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.

Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.

Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!

Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no dejaría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.

martes, 14 de diciembre de 2010

"Me arrojaré en tus brazos con aturdimiento, te daré mil besos, y caerá la víctima ofrecida por tu fausto regreso. Extenderé la arena en forma de lecho, y cualquier montículo nos servirá de mesa, y entre los brindis de Lieo comenzarás tus largos relatos: nos explicarás cómo tu nave casi fue tragada por el abismo; me jurarás que viniendo hacía mí no sentías el frío de la noche ni la violencia del huracán, y aunque sea falso, todo lo creeré verdadero."

"No pretendo averiguar tus pasos, ni descubrir lo que tratas de ocultarme; estimo tus faltas como una acusación desprovista de fundamento. Si te sorprendo alguna vez en medio de la culpa y mis ojos llegan a ser testigos del oprobio, aquello que haya visto bien niega que lo he visto, y desmentiré a mis ojos por creer tus palabras."

Amores, Ovidio (16 a. C, más moderno que tú y que yo.)

Fui a cenar con Carlos al Camoatí. Cuando abrí la boca para enunciar la primera frase llegó Marco y la mesa se llenó de anécdotas que escuché en silencio. Levanté la vista atendiendo a abstracciones mentales simultáneas a la charla y descurbí aquello: unos marcos colgados en la pared. Marcos sin cuadro, como aquella vez que comimos juntos y un marco de nada presidió la mesa del silencio. Entonces me pregunté si, desde entonces, no estarán mis conversaciones condenadas a enmarcarse en un sempiterno vacío. 

Hablamos sobre Iñigo. Mi opinión: el psiquiátrico significa el útero materno. Incapaz de hacerse cargo de su vida, vuelve al jardín de infancia. Recordé con pavor las sonrisas de los educadores sociales antes de abandonarle en aquel lugar con ganas de que llegaran las 15:00 para irse a casa. En palabras de Panero (hijo): "estados policiales resguardando una monstruosa sociedad de masa que odia el pensamiento."

El educador, que no leyó un libro en su vida, me dijo: sufre una patología dual, es normal que tenga recaídas, pero no puedo arriesgarme a que un día aparezca muerto por un chute. Después dijo: créeme, a mi me duele más que a ti dejarlo ahí.

Más tarde recibí una llamada desde el psiquiátrico. Iñigo desesperado y el ruido insidioso de la cabina marcando la cuenta atrás como un cronómetro. Dijo: dile a Carlos que fue el mejor año de mi vida, la verdad se sabrá. Carlos aseguró que terminaría suicidándose. En manos de esos carcelarios no lo dudo. Como escribió Jaime Gil de Biedma: definitivamente no es un mundo para vivir en él.


Luces de navidad. En la plaza se venden figuras para el belén. Se venden también los ecuatorianos con disfraces llenos de remiendos de Spiderman y el oso Yogui. Los turistas abren sus mochilas perezosos para sacar una vez más su cámara de fotos. Es una navidad de infraestructura pobre; los niños llevan pelucas moradas con calvas made in China y sus petardos suenan a chasquido de brasero y a posguerra. Huele a frío y a buffet libre de hotel barato. La luna tiene anemia y grandes ojeras malvas. No sé cómo no me arranco los ojos y se los doy al perro.

lunes, 13 de diciembre de 2010


Escribir un diario por reivindicar por fin el lugar en el que no tenga que venderme. Así, imagino, las ideas no van a la basura ni mueren en la tumba que a todos nos espera. En el diario no existe el artificio, y se muestran las fisuras, las roturas, las goteras de la casa. En la novela uno siempre está recién peinado. El novelista pretende salir siempre bien en la foto poniéndole estructura a lo mejor de sí mismo. En el diario el flash te caza muchas veces con los ojos cerrados, o en pijama.

Conocí a un señor en el parque. Olía a vino a tres metros y llevaba con él cinco perros. Me contó que su mujer murió de cáncer hacía pocos meses. Asisto con fascinación al espectáculo de la derrota, al relato de los vencidos, conmovida por sus guerras perdidas, por sus luchas diarias.

En parque exhalaba tristeza a bocanadas. Todas esas hojas secas flotando en los charquitos de agua sucia, el golpe del viento en las toallas tendidas y en las viejas tiendas de campaña de los rumanos instalados allí para siempre.

Fui a trabajar esta mañana. Iñigo me leyó un relato. La depresión que se ríe de si misma: “Soy la última calada de un cigarro con treinta y nueve de fiebre. Soy el tic-tac del búho del insomnio.” Me gustó. Y veo más autenticidad y dolor por la vida que en todo lo que leí esta tarde (Lorca). Nada tengo que ver con sierpes y unicornios, la poesía de la imagen por la imagen.  No sé nada de poesía.

Sin embargo descubrí algunos versos. A veces, leyendo poesía, se me queda después un verso como colgando de las sienes, y se repite y se repite con una cantinela de ecos en el pasillo de un colegio para retrasados mentales. En este caso: “tu cuerpo fugitivo para siempre, la sangre de tus venas en mi boca, tu boca ya sin luz para mi muerte.”
Me gustó este de Aleixandre: “un pájaro de papel en el pecho dice que el tiempo de los besos no ha llegado”

El cigarro se me consumió en el cenicero. Estoy fumando más que nunca.

No sé si rechazo definitivamente el mundo, pero se fue la sensación de que algo importante ocurre en algún lugar mientras yo estoy encerrada en casa con mis compañeros de tristezas: Vallejo, Neruda, Girondo, Pessoa…

Serías tú mi motivo para salir de casa tras un golpe de mano que derribase la montaña de mis libros. Pero pensé mejor: no eres tú la razón por la que no lanzo el despertador por la ventana cada mañana. El aliento soy yo misma. Yo misma te busqué para seguir con vida, y me sobrevivo las veces que haga falta. Y cuando desaparezcas trazaré un plan de huida hacia otra parte. Y así, huyendo siempre hacia otra parte, como siempre he estado.

domingo, 12 de diciembre de 2010


Fiesta de cumpleaños de una chica a la que no había visto en mi vida. Bar con cristales empañados donde vocean y luchan por la supervivencia en esos cuarenta grados personas que tampoco había visto y que pertenecen casi todas al mundillo literario madrileño. Se conocen, se hablan, se abrazan, sonríen mucho. Alguien proyecta unas fotos de su vida en común y yo mientras busco la respuesta que voy a darte en un mensaje de texto. No se me ocurre nada ingenioso y además me interrumpen. Me apetece estar sola. Últimamente quiero estar siempre sola, en mis libros o en mis ideas, o reconstruyendo secuencias de nuestros breves encuentros. El tiempo y la soledad para estar contigo y con mis imágenes, cada vez más gastadas por el uso como una foto que hemos ido manchando con el café de la mañana y las lágrimas de la noche. En este desierto me acompañan A. y su novia, a la que acabo de conocer. Los tres decimos cosas y tocamos muchos temas supongo que para parecernos muy inteligentes los unos a los otros. Ella me cae bien. Al principio no mucho por su aspecto físico, he de decir; tiene cara de chica de extrarradio, boca grande con mandíbula inferior ligeramente saliente, ojos pequeños en los que no se intuye mucha perspicacia. Llega Berta. No se llama Berta pero para mi se llama Berta y se seguirá llamando así toda la noche. Berta repite las mismas frases dos o tres veces. No entiendo por qué lo hace. Es insoportable. Le gusta Guadalajara y no para de decir, estuve muy contenta en Guadalajara, conocí a mucha gente, hice grandes amigos. Te oí la primera vez, también la segunda, pero me pregunto: ¿crees que me importa? No percibe mi voluntad de ignorarla, relegarla a una silla vacía, tacharla, exterminarla. Un chico atractivo se sienta en nuestra mesa. Me habla. Dice una frase ingeniosa. Pregunto quién es. Es el novio de la chica del cumpleaños. La chica del cumpleaños tiene el paladar estrecho y los labios pintados de rojo. El paladar estrecho es un fenómeno físico que comprime los dientes y los amontona como puede en la boca. No es muy perceptible en su caso. Sólo se aprecia un pequeño desorden.

Nos vamos hacia otro bar. A, su novia y yo. Iba irme a casa pero han insistido y he decidido quedarme un rato más. Tardamos en encontrar el bar. Hace frío y yo llevo el abrigo a modo de capa sin haber vaticinado esa peregrinación infinita por las calles de Madrid. Es aquí. No, aquí no es, es más allá, y dudo en si ponerme el abrigo de una vez y evidenciar los hechos. El bar: tres gin tonics en copa grande. La novia va al baño. A. me dice, mi novia dice que eres muy pesimista y fantasea con salvarte de ti misma. Me hace gracia. A él también. Más tarde, los tres hablamos de sexo. Es pueril, pienso, pero también pienso, no quiero volver al tema literatura, ni a ningún otro asunto en el que haya que argumentar. Estoy borracha. Me invitan a las copas, cosa que agradezco porque soy pobre. La novia me dice que le caigo bien, que le gusta haberme conocido, contra los pronósticos de A, que aseguraba que nos odiaríamos. Dicen, eres guapísima. Luego se habla otra vez de tetas, culos, pollas, y tríos hasta que al final terminan proponiéndome hacer uno. Me río. Digo que no, claramente. No niego el momento en el que valoré la propuesta y pensé, me gustaría hacer un trío cuanto antes. Escruté las caras, los cuerpos y pensé, pero no con ellos. Terminé mi copa y me fui riéndome de la situación. Son dos personas raras individualmente y más raras aún como pareja. Me caen bien. Ella me dijo, las relaciones que mejor funcionan son aquellas en las que no se habla. Nada de eres el amor de mi vida, nada de te amo y te amaré siempre. Así llevan año y medio. En realidad tienen razón, pero me temo que estoy demasiado corrompida por las comedias románticas que salían del televisor del salón en ese ambiente de familia desestructurada, y posteriormente, por la poesía de la generación del 27 que marcó mi adolescencia.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Apenas leí. Dormí una siesta en casa del paciente. Cada vez que abría los ojos el cielo estaba más oscuro, los árboles más tristes. No quería despertar y sin embargo sentía la urgencia de siempre por irme de allí, llegar a casa.

Fuimos a comer fuera. Él pidió una botella de vino y se le llenaron los ojos de vacío e indiferencia. Miraba las cosas con desdén. Comenzó a burlarse de los camareros, de la comida que nos habían servido. Me dijo: tomo pastillas para olvidarme de la gente. Yo repetí la frase en voz alta. Comenzó a comer con las manos, a mezclar alimentos y bebidas en la boca. Me reí. Estoy ahí para contenerle, pero me hace gracia que todo le importe tan poco. Todo el bar nos miraba y yo les devolvía la mirada pidiéndoles disculpas por el espectáculo, pero en realidad me daba igual, comprendo bien porqué lo hace. Decía mi colega Schopenhauer y le atribuía una frase idiota, decía aquí todo el mundo es tan viejo, decía la camarera tiene cara de cáncer. Después imitaba determinadas actitudes humanas ridiculizándolas. Soy un terrateniente, soy el clásico burgués, y bebía más vino. Tiene esa risa descontrolada de los locos, ríe ardiendo en el delirio rabioso de un perro apaleado, se agarra con desesperación a la risa, mueve las manos volcando las copas y tose escupiendo el alma. Y de repente se queda en silencio, enciende otro cigarrillo y te mira desde la decepción que le produce volver a la realidad a la que no pertenece.

Todos estos libros encima de la mesa me dicen que vivo permanentemente en proyecto. No concluyo nada de lo que empiezo, y la vida misma me parece uno de estos libros que mejor sería abandonar a la mitad. Voy por la página veinticinco y me sé los giros de memoria como si ya hubiera leído esta novela en otras novelas.

Han llenado los huecos de historias que no me interesan, diálogos por los que paso bostezando, personajes construidos en el cliché. Y si sigo quizá sea por encontrar esa frase, por detenerme en la escena en la que metiste tu cucharilla en mi café y vivir dentro de ella el tiempo que pueda.

Todo lo demás me parece de relleno. No me interesan las historias en los libros, quiero vivir en una frase nacida en la lucidez exasperada del condenado a muerte.

Necesito que me escribas para quedarme. Escríbeme la excusa, el desvío en la historia, regálame tiempo, prométeme que sonará la última canción cuando todas las luces se hayan apagado.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Compré los diarios de Pizarnik. En las escaleras mecánicas un tipo se acercó y me dijo: ¿te gusta Pizarnik? A lo que yo respondí: si, demasiado. Él refirió algo acerca del abismo y después quiso que asistiese a un recital de poesía en la calle Hernán Cortés. Le di mi correo. Creo que siempre he fantaseado con que alguien se parase a mirar el título de alguno de mis libros, que, como en el poema de Bukowski, la vieja bibliotecaria dijese alguna vez “tiene un gusto excelente, le felicito”. En mi caso ha tenido que ser un psicópata. Le di mi correo igualmente. Por supuesto no pensé ni por un momento pasarme por el recital. Son tan falsos, afectados e inútiles. Uno lee poesía en su casa, en el water, en el parque o incluso esperando el autobús, pero no lee sus propios poemas en voz alta. El poeta no busca el aplauso, busca otro tipo de reconocimiento más sincero. “Que por vocación no puedes tener sino un público, y en cambio buscas almas gemelas” (C. Pavese) y por eso abomino de los recitales poéticos.

Fui al cine con Pablo L. Vimos “Biutiful”. No me gustó. De hecho, por momentos la odié. Me avergonzó la desfachatez del director de intentar comprimir todos los temas que él supone una lacra para el buen funcionamiento del mundo (insolidaridad, xenofobia, cáncer, bipolarismo, corrupción, y un largo etcétera) en un largometraje de casi tres horas, y hacerlo a través del lugar común, el tópico y la sensiblería fácil para llegar al corazón de un público bovino e iluso. La ciudad de Barcelona y muchos inmigrantes, ¿a quién le importa? La intención y el fin, los mismos que persigue en sus malditos cortos con voz en off cualquier Marcos con rastas y sus años en la facultad de cine que cervecea en la Tabacalera mientras diserta sobre algún filósofo aburrido que leyó de soslayo. Incapaz de entrar en la historia, incapaz de sufrir por la historia. Detrás de cada plano se veía al director esforzándose por vernos sufrir muchísimo a todos, sudando por que nos sintiésemos conmovidos, apretándole los tornillos más y más a la historia hasta reventarla. La lacra son todas estas supuestas buenas intenciones, la lacra son los tipos como este.

Compré más libros: Espera a la primavera Bandini, de John Fante, Nada es crucial, de Pablo Gutierrez, Trilogía sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutierrez, El mal de montano, de Vila-Matas, y por último, Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón.

 Me agobia todo lo que me falta por leer. Pizarnik muy joven:

“No sé escribir. Quiero escribir una novela, pero siento que me falta el instrumento necesario: conocimiento del idioma.”

“Y para decir algo tengo que saber algo. Y yo no sé nada. ¡Tengo que estudiar! ¡Quiero estudiar! ¡Pero temo estudiar en la facultad! Me gusta estudiar sola, sin método, sin programa...
Vi una casa que sería idónea para escribir, en caso de que escribiera, en caso de que tuviera algo que decir. Techos altos y ventanas con dibujos en los cristales que dan a un patio de luces seguramente desolador. Pequeña, con muebles antiguos, dispares y descolocados. La típica casa que podría dar cobijo a unos cuantos espíritus. Lo importante es que hay espacio suficiente para colocar todos mis libros que de momento ocupan lugares inverosímiles en mi casa actual. A la casera no le supone un problema mi perro, y es dueña de la farmacia de abajo, algo que considero fundamental, a pesar de que la hipocondría me dejó hace tiempo, pero uno nunca sabe cuándo necesitará unas tiritas, un analgésico o un test de embarazo. El precio es algo excesivo. Mañana decidiré.

Son las tres y media de la madrugada. No tengo sueño. Imprudentemente tomé otro café hace un rato. Creo haber leído todo lo que he encontrado en Internet de Alejandra Pizarnik. Envidio su capacidad de hacer nacer “el milagro” en la lucidez de algunas de sus frases, y de esta manera ponerle palabras a la angustia, a ese modo inexplicable de sentir febrilmente la vida y la muerte, a toda esa confusión de personalidades. Yo no puedo hacerlo, o no lo intenté por miedo a descubrir que verdaderamente no puedo.

Busco los motivos del abandono de mi escritura. Soy demasiado cerebral para la poesía y demasiado sensible para la prosa. No encuentro mi lugar en la literatura como no lo encuentro en la vida. Soy demasiado joven para escribir y demasiado vieja para vivir. Si fuese joven dedicaría mi vida a ser poema y no poeta como dijo Jaime Gil de Biedma, pero se me pasó también esa época.

Ahora chapurreo estas palabras como un niño balbuceante. Palabras con baba de primerizo inexperto o de viejo oxidado. Si supieras el efecto que has causado en mí. Vuelvo a escribir, de cualquier manera, pero vuelvo a escribir. Y eso es porque se me abierto el corazón a las palabras y el arte, que, confieso, empezaba a parecerme una soberana estupidez, ahora me explica cosas que me sirven, quizá para contarte, quizá para pensarte, o escribirte, o leerte desde otro lugar. Quizá para sublimar lo poco de bueno que hay en mi y que tú lo veas. Y temo que desaparezcas y te lleves contigo esto que ha nacido en mí. No lo hagas. Por favor. Quédate. Sigamos leyéndonos. Aunque sea en la distancia y sin tenernos nunca (-porque nunca nos tendremos-) déjate imaginar.

Tantas veces te invoco a lo largo del día que temo que un día lleguen hasta ti mis palabras delirantes y te alejes de mi y de mi demencia, de mi miedo, de esta soledad que se confunde conmigo de tan antigua y tan cercana, soledad madre, hermana gemela, el único pariente de mi irreversible orfandad.

El niño que murió dejó el hueco negro en su lado de la cama como una mancha de aceite, una silueta de cera, y desde entonces nadie ha venido a ocuparlo (¡nadie puede!) sino esta soledad huera y torpe en la que paso las horas. Siento necesidad de hablarte, a ti, a tu breve paso por el mundo. A las noches en las que me despertaba buscándote cuando vivías, a las noches en las que me despertaré buscándote mientras viva. Hablarle a la herida que no cierra, preguntarle por ti a ese Dios que no existe, seguir leyendo cuentos para ti, escribirlos para ti, vivirlos para ti. La herida que sigue alimentándose del dolor atroz de tu recuerdo, que sigue comiéndome y devorándome. Que se abre siniestra y generosa para acoger nuevos dolores y se llena de gusanos de angustia en las tardes vacías. La herida, ojo del huracán, que se contrae falaz como un insecto cuando alguien se sienta a mirarme mientras duermo o me cubre con la sábana.

Me veo rezando como entonces, por el niño que te adivino en los ojos, para que no se vaya nunca, o al menos, no todavía.