domingo, 2 de enero de 2011
Las huellas del perro en el tiempo del parque. Contemplo Madrid desde el puente, con su triste sol artificial de belén navideño. El hijo de los dueños del bar, de unos diez años, espera en la puerta mientras bebe un batido enfundado en su abrigo viejo. Los ratos muertos de mi infancia. Una ciega mendiga en el suelo y vuelve los ojos ahumados al cielo. Por un momento parece mirarme, y es la misma muerte mirándome a los ojos. Pero también hay madres que pasean con sus hijos en la seguridad de la familia, hombres tranquilos por los que pasa el tiempo suavemente las mañanas de diario, café y puro. Bajo sus boinas respiran apacibles sin que la angustia los visite. Un anciano detiene su paso reumático frente el escaparate de una farmacia como una despedida del mundo. Reproduzco sin querer el itinerario que hicimos juntos. Entro a comprar tabaco en el mismo bar que aquel día pero hoy no hay nadie que me espere a la salida.
jueves, 30 de diciembre de 2010
Desesperación al volver del parque. Estuvo gracioso. Oli intentaba morder los patos a través de la verja, los patos intentaban picar a Oli en el morro. Oli ladraba, los patos hacían el ruido que hacen los patos. Estuve atenta. Percibí más conversación y entendimiento que en cualquiera de los bares en los que he estado últimamente. Así estuvimos largo rato. Luego, cuando el parque dejó de ser refugio, volví a casa. Y tampoco era refugio porque estaba mi madre en el sofá tragándose toda la mierda que salía del televisor con una sonrisa boba colgándole de la boca. Entonces me puse a leer unos poemas y escuché música, y abrí todas las redes sociales del mundo. Y recé para que me escribiera alguien, aunque fuese el ser más gilipollas de la tierra, pero nada. Desierto. Siguieron saliendo patrañas de la tele, así que convine que lo mejor sería echar a mi madre de casa. Y lo conseguí envolviéndome en una nube de humo como un ilusionista. Me fumé cuatro cigarros seguidos y mi madre, que detesta el tabaco, dijo: en mi casa no se fuma, vete. Yo le dije: también es mi casa, y en mi casa no se ve la televisión. Nos preocupamos la una de la otra. Y está claro que la televisión mata más que el tabaco. Al final quedó con mi abuela para dar un paseo. Esta vez gané yo.
Ahora escribo porque todo el mundo tiene algo que hacer. Porque no tengo nada que hacer. Y porque aunque tuviera que hacer algo estoy segura de que no lo haría.
Estoy harta de toda esta gente que apuesta por su vida. Harta y cansada de estar harta y cansada. Y enferma. Todas estas vocecitas sentadas alrededor de una mesa. No piensan en la muerte, ni en la vejez. Todas estas personas tejiendo proyectos arriba y abajo, arriba y abajo. Y E. en Barcelona, con su novia de toda la vida, algo aburrido en su farsa, sobre todo los domingos por la tarde que todo se ve como a la luz de una bombilla de bajo consumo, pero sin intención de cambiar nada porque le costó mucho conseguir esa “paz”. No creo que haya algo más horrible que la paz. Esa paz. Yo mientras me rompo la cabeza contra los cristales de todas las ventanas de la casa.
Nada más abrir los ojos reconozco la sensación de no querer estar ni en este lugar ni en este cuerpo. Llegan de inmediato las consecuencias de mi decisión de estar permanentemente borracha mientras esté en este lugar. Alargo un poco el ritual de estiramientos y bostezos. Degusto con tristeza el sabor amargo de su colonia. La resurrección de las mañanas es una verdad a medias. Uno nunca resucita del todo, ahí están las huellas de lo vivido ayer para empujarnos a nacer con lastre al día siguiente. Y ruedan las imágenes a fogonazos. En el bar mientras nos bombardean videos horteras de los ochenta, me cuentas lo perdido que estás, se te asoma a los ojos la ilusión construida sobre la inocencia cuando hablas de tu grupo, me miras con los ojos del niño. Otra noche en otro bar. A veces algo se cuela algo entre nosotros y yo me quedo seria de pronto como si alguien hubiese muerto o me hubieran cortado la garganta. Y otra vez los ojos como lámparas, dos pozos negros en los que cabría un mundo entero. Tu sentido del humor digerible como tardes de verano y cerveza, y mi risa que se desmarca del cortejo fúnebre para sonar premeditada y falsa. Me levanto de la cama dando tumbos y lo primero que hago es encenderme un cigarro. Pongo una canción de Low. Ayer cuando llegamos a mi coche sonaba Low, y mientras me quitabas la ropa recé porque fueras él, apretaba los puños y pensaba podrías ser él, joder, ojalá fueses él, odiándote por ser tú. Y creo que arranqué el coche y me fui de allí mucho antes de que tú dijeses aquello de vamos a volver a vernos.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
El día empieza con unas luchas a muerte con Oli en la cama. Al final se nos va la mano y termina arañándome la cara. No me importa quedar marcada por heridas de estas guerras.
Después mi madre llega de la calle con un montón bolsas y recriminaciones. Quiere que me vaya. Oli y yo representamos un problema. Dejamos un rastro de tazas sucias, pelos, y arañazos en el parqué. De vez en cuando dice: ¿pero tú no te ibas mañana? Y yo le digo que estoy enferma, que así no puedo ir a ningún sitio.
Conocí a un chico en un bar sórdido el día veinticuatro. Tiene un grupo de rap y aros en las orejas. Ayer me mandó un mensaje para tomarnos una cerveza, pero al final se hizo tarde y decidimos abortar misión. Yo estaba preparada para iniciar de nuevo el trámite: qué hiciste, qué haces actualmente, chistes para que se ría, vamos a otro bar, cuéntame un poco eso del grupo, etc. No sin una pereza infinita, claro, pero nada comparable al tedio de estar en casa escuchando a mi madre comentar el patinaje artístico en la tele. Así que si la novedad es un gitano rapero pues no hay más que hablar.
Con mis amigos de aquí siempre es lo mismo. Nos conocemos tanto y hemos evolucionado tan poco que nos sabemos de memoria las conversaciones, y al final uno bebe las cervezas con una sensación de estar atrapado en un bucle sin fin. Ayer Edu vino a buscarme a casa y llevamos a Oli a un parque de césped amarillento y árboles desnudos y mutilados. Después de relatarme con su dosis de humor negro sus pocas perspectivas de futuro en esta ciudad, me dijo que en realidad no le gustaba hablar conmigo porque se volvía más raro aún. Me puso algo triste, porque pensé que para las personas influenciables represento un peligro. En realidad Edu es bastante más raro y asocial que yo, solo que él lucha por integrarse y a mi ya me da un poco igual. Cuanto menos tengo que ver con la gente más me reafirmo. Él sin embargo si no encaja se pone triste. Y luego me lo cuenta con inocencia.
Cuando volví a casa el gitano-rapero me mandó otro mensaje. Creo que si todo sigue como hasta ahora y nadie hace algo para impedirlo, esta noche quedaré con él.
Ayer Anita me “echó las cartas”. Lógicamente yo no creo nada en este asunto del tarot, pero me asusté un poco porque de todas las cartas que podían salir me tocó el esqueleto con la guadaña y las cabezas cortadas.
domingo, 26 de diciembre de 2010
Mi madre habla sola en la cocina. Repite las mismas frases como un demente. Una de mis pocas capacidades es la de detectar el loco de cada uno. En el caso de mi madre es evidente; el loco ha ido ocupando más y más espacio y ahora es casi únicamente loco. No queda nada de lucidez en esa cabeza. La odio con una rabia asesina. Seguramente escribo esto para no matarla. Pero la mataría. Y estoy en deuda con ella. Intento concentrarme en esa deuda, en todos sus sacrificios para soportar su enloquecimiento, la diarrea verbal del enfermo histérico, pero se me hace difícil. Es un niño idiota con la maldad de una vieja resentida.
Entre mis papeles encontré algunos poemas y cartas de hace tiempo. En concreto me llamó la atención una, escrita cuando tenía trece años, en la que digo este tipo de cosas:
“Mis padres son un castigo que, aunque sea solo en el recuerdo, me acompañará el resto de mi vida” “Mis padres son la parte más horrible de mi existencia. Quisiera desaparecer.” “Todo es infinita máscara pegada al rostro de la humanidad.” “Todo esto tendrá un desenlace seguramente mortal.”
Trece años. Genial. Es fantástico descubrir que fui siempre un ser depresivo. Qué asco.
Esta semana escuché dos veces que debo ser más pragmática. No tengo ningún sentido práctico de la vida. Supongo que diciendo eso se quedan más tranquilos. Regalar el consejo como si fuese palabra de Dios sin haber profundizado en absoluto en mi sufrimiento. Eso es incapacidad, creo yo. Jamás se me ocurriría decirle a I. o a cualquier otro paciente “sé más pragmático”, es tan estúpido.
viernes, 24 de diciembre de 2010
Llevé a Oli al veterinario. Setenta euros por extender una receta con el nombre de un antibiótico y decirme “dale arroz con pollo”. Pero el señor fue muy amable. Subió a Oli en la mesa para valorarla y le hizo un montón de caricias para tranquilizarla y le dio besos. También me explicó detalladamente con una paciencia infinita los más de seiscientos motivos que pueden producir diarreas en los perros. Conocer a personas así le alegra a uno el día. Me alegra ver a alguien que disfruta haciendo su trabajo y lo hace bien. Sea veterinario, camarero o escritor. Yo desafortunadamente no soy así. Casi todo lo hago sin ningún gozo. El veterinario se quedó encantado con Oli. Me dijo que era muy buena, y es verdad. Dijo, que al igual que existen personas con las que no sabes por qué te sientes bien, Oli tenía algo “especial” que no sabía definir. Desde luego un ser vivo educado por mi muy normal no podía ser. Ahora que está enferma la miro y me enternece cómo soporta su malestar sin quejarse, acurrucada en su manta. Apenas come y está débil pero me sigue a todas partes por la casa.
Volvimos en el coche hacia casa, Oli tumbada en el asiento de atrás. No me apetecía mucho llegar, así que se me ocurrió deambular un poco por las calles. Creo que solo mientras conduzco me siento más o menos feliz. Guadalajara y su fealdad de edificios de nueva construcción, ciudad dormitorio de persianas bajadas detrás de las que se pronostican vidas miserables. Veinticuatro de diciembre, un pálido sol de invierno en las retinas, enormes colas en las panaderías, algún madrugador va silbando una canción con su pedazo de actualidad bajo el brazo, y la agitación de los niños que juegan en los parques de los barrios de las afueras con el presentimiento de la Navidad en la sangre.
jueves, 23 de diciembre de 2010
Recorrí todo Madrid en el metro. Tuve un nuevo paciente. Alberto. Es inteligente y tiene sentido del humor. Aunque en definitiva el sentido del humor es el metrónomo de la inteligencia. De noche en el metro intuí en los rostros una placentera sensación de alivio de volver a casa. En casi todas las caras pude leer una familia que esperaba en un hogar caliente. Me sentí desgraciada pensándome en mi casa leyendo otro libro sin ganas verdaderas, en esta precariedad de pequeña estufa y mantas raídas. Si muriera esta noche nada sucedería. Unos pocos amigos tardarían días en enterarse, y cuando les llegase la fatal noticia, ninguno lo consideraría una pérdida insustituible. Todo seguiría igual. Nadie es imprescindible. Estoy tan sola que únicamente interrumpo al silencio para hablar a solas. Sola y sin espejos en los que mirarme. Soledad de habitación opaca, sin muebles, de orfanatos. Soledad de perreras, incubadoras, pensionistas. El abandono del tullido que debe exhibir su muñón por unas cuantas monedas, soledad de prostituta, de vejado, de los estafados por la vida. Siempre. Como si fuera mi destino. Y tendré que hacerme a ella como a un mendigo a sus zapatos viejos. Llevo a las espaldas una congregación de soledades y miserias, y sufro por todas ellas como si fuesen mías, y son mías precisamente porque sufro por ellas. Y camino hacia mi casa con cara de tristeza post coito, de haber perdido al padre, y cuando abro la puerta cierro los ojos y me veo a mí misma echando el puñadito de tierra sobre mi propia tumba, sabiendo que ni los gusanos vendrán a visitar el frío de mi cuerpo.
Oli me recibe contenta como siempre. Mueve la cola, salta sobre mí. Me siento en el sofá y quiere subir conmigo, pero no se lo permito. Según mi madre es una guarrería, y tengo que conservar intacto el sofá para que el casero no se quede mi fianza. Siempre ha dormido conmigo, me está resultando difícil reeducarla. No entiendo por qué ella tiene que dormir en el suelo y yo en una cama. Yo, que no respeté jamás las jerarquías, le digo “NO” cuando intenta subirse para estar a mi lado. Y me pregunto, con qué derecho me creo por encima de ella que no hizo ningún daño al mundo. Existen muchos más motivos para que cualquiera de nosotros duerma por el suelo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)