jueves, 3 de marzo de 2011


Voy al trabajo en el tren de cercanías. Para llegar a Alcorcón tengo que atravesar los lugares más feos que he visto en la vida. Pongo a Chopin en el Ipod. Recuerdo lo que dijo Baudelaire “"...esta música que se parece a un pájaro luminoso que revolotea sobre los horrores del abismo". Miro los edificios que se levantan con la tristeza de generaciones, con bicicletas sin ruedas y triciclos rotos en las terrazas. Me pongo a llorar como una imbécil hasta que pienso en lo ridículo de la situación, como si alguien pudiese verme desde fuera.

Más tarde estoy tomando café con tres toxicómanos en un bar perdido en el extrarradio. Los chicos hacen bromas entre ellos. Están nerviosos por mi presencia e intentan parecerme graciosos. En el centro les dan muy poco dinero, sin embargo insisten en invitarme al café. En realidad solo tengo que acompañar a Rafa a visitar a unos amigos, los otros dos chicos irán solos a hacer papeleo, normalmente juicios pendientes, ayudas de la Comunidad de Madrid o trámites para recuperar la custodia de sus hijos.

Rafa tiene veintiséis años y lleva desde los diez consumiendo drogas. Tuvo un accidente que le dejó en coma unos meses y una cicatriz enorme que le atraviesa la cabeza y parte de la espalda. Estuvo en la cárcel por intentar envenenar a sus educadores con arsénico. Sus padres eran toxicómanos y murieron cuando tenía nueve años. Después vivió con sus abuelos. Siempre que tiene que salir del centro pide que sea yo quien le acompañe, le habré visto cinco o seis veces. Siempre va en silencio observándolo todo con dos ojillos inteligentes y tristes. Hoy vamos hacia un puesto de flores que llevan unos amigos suyos. Muchas veces Rafa les ayuda con los pedidos sin cobrar nada porque dice que ellos se portaron muy bien con él cuando se fue de casa. Le saludan no muy efusivos y siguen haciendo su trabajo, y yo pienso que es muy triste que le dejen salir del centro y no tenga un sitio donde ir. Voy a hablar por teléfono y cuando vuelvo Rafa me regala un clavel rojo que me pongo en el bolsillo del abrigo.

Después comemos en casa de la abuela. Ya me conoce así que me pregunta qué tal estoy, cómo me va todo. La abuela no para de quejarse de que le duele aquí y allá mientras hace la comida. Yo la veo muy bien para su edad. No para de decirme que Rafa les ha hecho sufrir mucho, que ha sido siempre muy malo. El abuelo sale de la habitación. Está sordo y enfermo y prácticamente no habla. Se lo cargó la abuela, pienso, esta vieja va a vivir doscientos años y nos sobrevivirá a todos. Comemos con la tele puesta. Sale Rafa Nadal. La abuela dice: qué suerte tuvieron los padres con este chico. No decimos nada.

Hablaba una vez con un amigo e intentaba explicarle que en casi todos estos chicos encuentro una sensibilidad que me conmueve profundamente.
Él, que también ha tenido contacto con muchos de ellos, me decía que eran tramposos y sabían engañar muy bien. Me cabreó la respuesta. Son tramposos, si, pero también víctimas de su propia trampa. El resto de la gente es igualmente tramposa y además se beneficia de la trampa. Y en cuanto a la mentira, no he visto jamás gente tan sincera cuando habla de si misma. Llevan su miseria a la vista y no tienen reparos en mostrarla. Llevan el desarraigo y la tristeza en los ojos y en la palabra, y ninguno puede ni quiere pertenecer a este mundo de apariencia. Están solos y desamparados en una pelea constante con la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario