lunes, 3 de enero de 2011

Recojo a Alberto a las 09:30 en su casa. La secretaria se ha equivocado, en realidad tenía que pasar por allí a las 10:30. No me enfado porque estoy acostumbrada a la descoordinación en mi trabajo, así que espero en un bar tomando pacientemente un café y leyendo el periódico. Nunca compro el periódico. Recuerdo que para Iñigo el acto de comprar el periódico era algo sintomático. Aludía a cierta mejoría en su estado de ánimo. Le hacía partícipe de la actualidad del mundo que tanto rechazaba. Mi caso es parecido. Recuerdo una época en la que coleccionaba artículos que me interesaban y los archivaba en carpetas. Pero hoy en día leo el periódico y casi nada me interesa. Y me enfada. En El País en concreto todas esas noticias absurdas, ese socialismo de bata y zapatillas y las columnas de/para marujas ‘progres’ y menopáusicas. Y al leerlo me siento partícipe de la mentira del mundo. Una revisión superficial de los estratos inferiores (elecciones, Zapatero…) contra los que el pueblo lanza tomates para descargar la frustración de su vida miserable, mientras el HSBC, por ejemplo, toma todas las decisiones importantes. No hay política y los periódicos deberían hablar de ese vacío. Pero yo no sé nada, y por lo tanto procuro no hablar nunca de política y escuchar cuando puedo aprender algo.

El caso es que paso la mayor parte de la mañana en el CAD, rodeada de toxicómanos en busca de metadona. Hay de todo tipo, desde el clásico yonki con zapatillas deportivas sucias y desgastadas de recorrer poblados que confiesan a través de su aspecto la trayectoria de sus vidas, hasta el que espera sus medicamentos con la adicción secretamente escondida en su gabardina. La mayoría son del primer tipo. Parecen cadáveres pudriéndose en movimiento. Vagan por la sala con su delgadez traslúcida de piel amarillenta y ojos hundidos. Desde los dieciocho años me siento destinada a vivir de cerca este tipo de existencias. Condenada a estar en contacto permanente y directo con el sufrimiento de arrastrar la vida como se pueda. Cuando visito los psiquiátricos o escucho la épica de la enfermedad de un paciente, siento que de algún modo tengo que estar ahí. Escuchar la enfermedad elimina en parte la mía. Cuando trabajo ando como más ligera, sin el paciente que soy o podría ser. Y por eso esta mañana estoy mejor y parece que se han dormido los demonios. Además hace sol.

Cuando llego a casa espero encontrar una contestación a mi mensaje. Nada. Interpreto su silencio como una respuesta definitiva. Y lo único que me queda es celebrarle en la lágrima, en la fiesta triste del recuerdo.

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