sábado, 5 de febrero de 2011

El sábado por la tarde tiene aspecto de domingo de persianas bajadas, silencio en las calles o el eco del ruido del cierre de las tiendas.
La tarde habla del tiempo de un solitario escondido tras las cortinas espiando a sus vecinas con prismáticos nuevos.
Me quedo dormida en el sofá con un libro en las manos. Me despierta una alarma como una patada en el costado a un preso, como el gesto de arrojar el agua sucia de fregar cuesta abajo. Después me llaman y el sonido del teléfono reverbera y hace temblar la mesa.
Hay seguramente jóvenes que meten los dedos en sus bocas como si fueran a provocarse el vómito para silbar más fuerte en el concierto. Hay seguramente niños que no salen de su casa en todo el día porque sus padres son mayores. Y hay chicas con minifaldas y la carne de gallina de piernas recién afeitadas comprando hielos o fumando nerviosas en la puerta de la discoteca. Un dedo que señala al objetivo y muchas sonrisas de dientes brillantes, opositores en pijama acodados sobre su escritorio en casas con olor a bolas de naftalina, viejas a las que se les llena la casa de los tertulianos de la tele, autobuses con luces de hospicio, algún mendigo que brama y se destroza el hígado con vino barato. Los chicos volverán a casa por la mañana arrastrando los pies y pisándose el bajo de los pantalones llenos de barro, a las chicas se les romperán las medias y los tacones. La mañana del domingo las madres de los barrios sacan su viejo estuche de costura.

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